Bienaventurados los PASTORES
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha enfrentado dos tipos de enemigos: los que la oprimen desde fuera y los que la corrompen desde dentro. Los primeros —reyes, imperios y sistemas hostiles— han intentado apagar la fe con fuego, espada y cárcel, pero siempre han fracasado. Cada mártir ha sido semilla de nuevas congregaciones, y cada hoguera encendida ha alumbrado aún más la gloria del Evangelio.Pero los enemigos interiores, los que hablan en nombre de Cristo sin conocerle, han hecho un daño más profundo. No usan espadas, sino palabras. No atacan los muros de la iglesia, sino los cimientos del púlpito. Predican “otro Cristo”, más cómodo, más digerible, más comercial; un evangelio sin arrepentimiento, sin santidad y sin cruz. Han aprendido a endulzar el veneno, a vestir la mentira con versos bíblicos y a reemplazar la gracia por autoayuda.La Escritura ya los había anunciado: “habrá falsos maestros entre vosotros”. No se oponen a la iglesia, pero la vuelven superficial, tibia, vacía. Su estrategia no es el ataque frontal, sino el susurro del error. El tirano persigue; el falso pastor confunde. El primero hiere el cuerpo, el segundo enferma el alma.Y así, mientras la persecución refina la fe, la falsedad la erosiona. Los falsos pastores son como termitas espirituales: destruyen en silencio, hasta que un día el templo de la verdad colapsa por dentro. En nombre del amor, toleran el pecado; en nombre de la inclusión, sacrifican la verdad; en nombre de la libertad, desprecian la santidad.De ellos debemos llorar, no sólo por el daño que causan, sino porque se han convertido en caricaturas del ministerio que un día juraron servir. Son pastores sin Biblia, predicadores sin cruz, Sus rebaños son numerosos, pero no santos; sus sermones son populares, pero no fieles.Sin embargo, no todo es lamento. Bienaventurados los pastores que siguen abriendo la Biblia cuando muchos abren tendencias. Bienaventurados los que se atreven a decir “así dice el Señor” cuando el mundo grita “así siento yo”. Bienaventurados los que prefieren perder una multitud antes que traicionar una verdad. Estos hombres son los centinelas de la iglesia. Guardan la doctrina con celo, predican con convicción y enseñan con fundamento bíblico. No predican lo que agrada al oído, sino lo que sana al corazón. Su mensaje no siempre llena templos, pero cumple con el deber; predicar la Palabra. Quien ha sido llamado al ministerio sabe que no es dueño del rebaño, sino siervo del Pastor eterno. Su labor no consiste en producir resultados, sino en permanecer fiel. No predica para gustar al hombre, sino para agradar a Dios. Dichosos los que entienden que el púlpito no es una pasarela, sino un altar donde Cristo debe ser honrado en cada predicación y la audiencia consolada, confrontada e instruida con la Palabra de Dios sin diluirla ni adulterarla.Sí, hay lobos. Muchos. Pero también hay pastores fieles, pastores que aún aman a Cristo más que al aplauso, y que siguen alimentando al rebaño con la sana doctrina, sin importar el precio. Ellos son los bienaventurados del Reino: Los que no se venden al mejor postor,los que no negocian la cruz, los que no cambian la verdad por popularidad. Dichosos los pastores que aún creen que la Palabra basta, que Cristo reina y que el Espíritu obra.Dichosos los que resisten la tentación del espectáculo, y prefieren la aprobación del Redentor.