NO te hagas SORDO
Los profetas de Dios nunca fueron artistas del aplauso ni bufones de la multitud. Eran trompetas del cielo, mensajeros celestiales con una sola tarea: hablar lo que Dios decía, aunque ello les costara la vida. Su oficio no era dar discursos motivacionales, sino arrancar la venda del pecado y señalar con dedo firme la necesidad de arrepentimiento. Eran voces que reprendían, confrontaban y corregían a un pueblo terco, a menudo más interesado en altares idólatras que en obedecer al Dios vivo. Por eso no fueron valorados ni celebrados, sino rechazados, despreciados, encarcelados y asesinados (cf. 2 Cr. 36:16; Mt. 23:37). Sin embargo, en sus labios ardía siempre la misma llama: el llamado inmutable de Dios a vivir en santidad y en sometimiento a su pacto.En el cumplimiento de los tiempos se levantó Cristo, el Profeta por excelencia, en quien se sintetiza y supera toda voz anterior. Él no vino con palabras prestadas, sino como la Palabra encarnada (Jn. 1:14). Su mensaje, como el de los profetas, no fue cómodo ni suave. A los que aman las tinieblas les resultó intolerable: su luz desenmascaró su hipocresía, su autoridad quebró sus tradiciones humanas, su pureza escandalizó su corrupción. El resultado fue el mismo: lo rechazaron y lo crucificaron. Sin embargo, en esa aparente derrota brilló la victoria. A quienes creen, su voz es vida, su verdad es libertad y su luz es salvación eterna.Por eso, no te hagas sordo. No tapes tus oídos con el ruido del mundo ni con las excusas del corazón. La voz de Cristo sigue sonando en la Escritura, cortante como espada, pero también tierna como bálsamo. A los rebeldes, es amenaza; a los arrepentidos, es consuelo. No hay neutralidad - O te rindes a Cristo o pereces en tu extravío.Los profetas fueron la voz de Dios reprendiendo al pueblo por su hipocresía y llamándolos al arrepentimiento. Ellos denunciaron sacrificios sin corazón, culto sin obediencia, religiosidad sin frutos (Is. 1:11-17; Jer. 7:4-11; Am. 5:21-24).El sermón del monte retumba con ese mismo eco profético: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mt. 7:21). Jesús, el Profeta por excelencia, no suaviza la exigencia: la gracia no anula la obediencia; la reprensión divina es medicina amarga pero necesaria.