Ramón María del Valle-Inclán vs José Echegaray
En este vibrante pasaje, Juan Antonio Cebrián nos traslada al mundo literario y cultural de la España de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando dos figuras de las letras chocaban con estilos, visiones y temperamentos opuestos: Ramón María del Valle-Inclán, el irreverente modernista, y José Echegaray, matemático, dramaturgo y primer Nobel español de Literatura.José Echegaray, la gloria oficialHombre de ciencia y letras, Echegaray (1832–1916) alcanzó reconocimiento como ingeniero, matemático y político, pero sobre todo como dramaturgo. Sus dramas de corte moralizante y romántico fueron aclamados por el público y le valieron el Premio Nobel de Literatura en 1904, compartido con Frédéric Mistral. Representaba la España académica y oficial, orgullosa de mostrar un escritor de talla internacional.Valle-Inclán, la irreverencia genialFrente a él se alzaba Valle-Inclán (1866–1936), figura excéntrica y genial de la bohemia madrileña. Con su verbo afilado y su desprecio por lo convencional, se burlaba de los gustos del público burgués que aplaudía a Echegaray. Para Valle, aquel teatro resultaba anticuado y vacío, mientras él apostaba por la renovación literaria, el modernismo y, más tarde, el esperpento como forma de retratar la grotesca realidad española.Un duelo simbólicoCebrián relata con su habitual ironía cómo estos dos hombres simbolizaban un choque de épocas: el teatro de fórmulas clásicas y moralinas frente a la audacia creativa y la experimentación. Las burlas de Valle hacia Echegaray no solo eran un ataque personal, sino una crítica a un sistema cultural que premiaba la complacencia en lugar de la innovación.El veredicto del tiempoMientras Echegaray fue celebrado en vida, hoy su obra apenas se representa, considerada un producto de su tiempo. En cambio, Valle-Inclán, que murió pobre y marginado, es recordado como uno de los grandes renovadores de la literatura española, creador de un estilo único que sigue inspirando a escritores y dramaturgos.Un pasaje que muestra cómo, a veces, la verdadera posteridad no la dictan los premios ni la fama inmediata, sino la fuerza inmortal de la obra literaria.