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Había una vez...Un cuento, un mito y una leyenda

Juan David Betancur Fernandez
Había una vez...Un cuento, un mito y una leyenda
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5 de 737
  • 718. El invitado de Paja (Infantil)
    Hacer click aquí para enviar sus comentarios a este cuento.Juan David Betancur [email protected]ía una vez en medio de un muy pequeño campo de maíz en las afueras de un pueblo tranquilo, un espantapájaros llamado  Palito. Palito Llevaba años allí, con su sombrero deshilachado y su camisa de cuadros, observando la casa de la familia Miller que eran los dueños de aquel pequeño cultivo. La Familia Miller era muy pobre pero siempre sembraban su pequeña parcela con maíz para ser vendido durante la cosecha. Palito estaba allí para ahuyentar las aves que se comían el maíz y siempre hacia su trabajo lo mejor posible.Aquel año había sido especialmente duro y el Señor Miller temía que iba a tener que vender su casa y su parcela para pagar las deudas. Sin embargo, confiaba en que Dios oiría sus plegarias especialmente ahora que había llegado el Día de Acción de Gracias.Cada año, cuando llegaba el Día de Acción de Gracias, Palito sentía una punzada de tristeza en su pecho de heno. Veía el humo salir de la chimenea, olía el aroma del pavo asado y el pastel de calabaza, y escuchaba las risas amortiguadas por los cristales. Su único deseo era saber qué se sentía al ser parte de esa calidez, aunque fuera por una sola noche.Ese año, el invierno llegó temprano y el viento era helado. "Nadie debería estar solo hoy", pensó Palito. Con un esfuerzo sobrenatural que solo ocurre en las noches mágicas, logró desengancharse de su estaca. Sus piernas de paja crujieron. Se acomodó el sombrero, se sacudió un par de cuervos dormidos y caminó torpemente hacia la casa de los Miller.Al llegar al porche, dudó. ¿Qué pensarían? Se armó de valor y dio tres golpes secos a la puerta: Toc, toc, toc.La puerta se abrió y apareció la señora Miller. Se quedó mirando a la figura extraña: un hombre rígido, con el rostro oculto bajo la sombra del sombrero y paja asomando por los puños de la camisa y unas manos extrañas que parecían hechas con palitos.—Buenas noches —dijo Palito con una voz rasposa, como hojas secas arrastradas por el viento—. Soy... un viajero perdido.Hubo un silencio tenso. De repente, el señor Miller apareció detrás de su esposa, sonrió ampliamente y dijo: —¡No se diga más! En esta casa nadie cena solo en Acción de Gracias. ¡Entra, amigo!Lo sentaron en la cabecera. La mesa estaba llena de manjares. Palito no podía comer, por supuesto; no tenía estómago. Pero la familia no pareció notarlo. Los niños, dos gemelos curiosos, le contaban historias sobre la escuela. El abuelo le servía sidra (que Palito dejaba intacta disimuladamente) y la señora Miller le acercaba los platos para que oliera el vapor.Palito nunca había sido tan feliz. Se sentía humano. Se sentía vivo. Escuchó, asintió y su corazón de paja se llenó de una gratitud inmensa.Cuando el reloj marcó la medianoche, Palito supo que la magia se acababa. Se levantó bruscamente. —Debo irme —susurró—. Gracias por el calor.Salió corriendo hacia el campo antes de que pudieran detenerlo. Volvió a su estaca, se colgó de nuevo y se quedó inmóvil, justo cuando el sol comenzaba a salir.A la mañana siguiente, el señor Miller salió al porche con una taza de café. Miró hacia el campo de maíz y pero esta vez le llamo la atención aquel espantapájaros que siempre estaba pero que el nunca observaba. Hoy este espantapájaros se veía diferente. Brillaba bajo el sol de la mañana con una luz que transmitía felicidad—Papá —dijo uno de los gemelos, saliendo a su lado—, ¿crees que al señor Palito le gustó la cena?El señor Miller sonrió, sin mostrar sorpresa alguna por la pregunta de su hijo. —Estoy seguro de  que si.El señor Miller caminó hasta el espantapájaros para acomodarle el sombrero. Al acercarse, notó algo extraño en
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  • 717. El cuenco de Aceite
    Hacer click aquí para enviar sus comentarios a este cuento.Juan David Betancur [email protected]ía una vez un reino donde la más pequeña de las ofensas era castigada duramente. Aquel día el sol del mediodía caía a plomo sobre la ciudad, convirtiendo los adoquines en una parrilla ardiente que  hacia aún más caliente el esfuerzo de caminar. Y sobre ella iba a  caminar un recluso.  Al recluso, demacrado por meses de oscuridad en el calabozo, la luz le hería los ojos, pero no podía parpadear. No se lo permitía el terror.Sobre su coronilla afeitada descansaba un cuenco de porcelana solida y fría. Dentro de este recipiente había un aceite dorado y denso que colmaba la vasija hasta desafiar las leyes de la física; el líquido en su superficie formaba una curva convexa sobre el borde, era un menisco tembloroso que amenazaba con romperse ante el suspiro más leve o al movimiento más levemente desincronizado—Recuerda —susurró el verdugo a su espalda con su voz grave y seca como el polvo del camino. Una  sola gota de aceite. Solo una mancha en tu frente, y mi espada cortará tu cuello antes de que el aceite toque tus cejas.Comenzaron la marcha. Y el recluso sabía que su vida dependía de aquella cruel marcha. Debía llegar al otro lado de la ciudad sin derramar ni una sola gota de aceite. El primer desafío fue el propio cuerpo del recluso. Sus músculos, atrofiados por el encierro, gritaban ante la rigidez forzada. Tenía que deslizarse, no caminar. Cada paso debía ser una danza de amortiguación, rodillas flexionadas, cuello rígido como una viga de hierro, la mirada clavada en un punto fijo en la nada. Detrás, el golpe rítmico de las botas del verdugo y el siseo del acero al rozar la vaina servían de metrónomo macabro.Entraron en el mercado de las especias. La primera tentación fue olfativa. Nubes de azafrán, de ajo, de comino, de carne asada y de pan fresco golpearon su rostro. Su estómago, vacío durante días, rugió con violencia, una convulsión interna que hizo vibrar su columna vertebral. El aceite osciló peligrosamente. El recluso apretó los dientes hasta que le dolieron las encías, ignorando el hambre, ignorando el aroma a pan recién horneado que parecía llamarlo por su nombre. Apreto su conciencia en lo que hacia y Siguió adelante.Luego vino el caos sonoro. Un comerciante tropezó y una bolsa de monedas de oro se rompió a los pies del prisionero. El tintineo del metal precioso rodando por las piedras fue hipnótico. La gente se abalanzó gritando, empujándose para rapiñar el botín. Un niño pasó rozando su pierna. El instinto humano de mirar hacia abajo, de ver la riqueza, de protegerse del tumulto, fue casi insoportable. Sintió el aliento frío del verdugo en su nuca, una advertencia silenciosa. El recluso fijó la vista en el horizonte, convirtiéndose en una estatua que camina, sordo a la codicia.Atravesaron la plaza de los herreros, donde el calor era infernal y las chispas volaban. Una brasa diminuta que salto de una de aquellas fraguas  aterrizó en su hombro desnudo. La piel siseó. El dolor fue agudo, punzante. Todo su ser quería sacudirse, gritar, saltar. Pero el miedo a la espada era mayor que el fuego. Soportó la quemadura, dejando que el olor de su propia piel chamuscada se mezclara con el del aceite que seguía, milagrosamente, en su sitio.Y entonces, llegaron al centro de la ciudad.El aire cambió de repente. El hedor a sudor y bestias desapareció, reemplazado por una fragancia embriagadora de jazmín y agua de rosas.Allí sonaban los tambores. Un ritmo sensual, profundo, que resonaba en el pecho. Eran las bailarinas imperiales, famosas en todo el reino por una belleza que, según decían, podía detener corazones.Entraron en su campo de visión periférica. Eran remolinos de seda
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  • 716. La sabiduría
    Hacer click aquí para enviar sus comentarios a este cuento.Juan David Betancur [email protected]ía una vez un pueblo En la Edad Media donde vivía un un joven caballero llamado Rodrigo, . Rodrigo había crecido con el profundo deseo de ser rico y famoso. Su ambición lo llevó a aceptar el reto más peligroso que había en toda la comarca. Se decía que en el bosque de las sombras había un tesoro oculto que nadie había podido obtener. El tesoro , según las leyendas, estaba custodiado por el mismo Diablo. Pero Rodrigo se consideraba así mismo  valiente, sagaz e inteligente.  Antes de partir, Rodrigo se cruzó con un anciano harapiento en la plaza misma de su pueblo. El viejo, con ojos que parecían haber visto siglos, le dijo al verlo pasar. —Muchacho. Si buscas el tesoro, escucha mi consejo: no todo lo que brilla es oro, y no todo lo oscuro es peligroso.Rodrigo, altivo, respondió:—Viejo, yo no temo ni a hombres ni a demonios. Mi espada y mi fe  me bastan. Así que bien puedes ahorrarte tus palabras. El anciano sonrió con una calma inquietante y vio como el muchacho continuo su camino sin ningún gesto de cortesía hacia el. .Rodrigo siguió el camino del bosque y al llegar a el se interno con la espada en su mano.. Tras horas de caminar en la semi oscuridad que el bosque ofrecía, llegó a una encrucijada: Frente a el había un sendero iluminado y otro cubierto de niebla. Después de mirar ambos caminos por algunos minutos y olvidando el consejo de aquel viejo en el pueblo, Rodrigo Eligió el camino soleado, donde halló un cofre dorado resplandeciente y otro de madera rustica casi a punto de desbaratarse. Encantado por la apariencia de aquel cofre brillante de color del sol, decidio abrilo. De pronto del cobre salieron lenguas de fuego que lo alcanzaron y lo lanzaron al suelo. Después de algunos minutos se pudo incorporar y vio como el otro cofre había desaparecido y como detrás de el cofre dorado en llamas surgía una figura imponente: cuernos, alas negras y ojos rojos como brasas. Era un demonio del infierno.—¿Creíste que sería fácil, muchacho? —rugió la criatura—. Este bosque es mío, y todo lo que brilla es mi engaño.Rodrigo, herido pero desafiante, levantó su espada y grito. —¡Lucharé contra ti!El demono rió con un eco que hizo temblar los árboles.—No necesito pelear. Solo esperar. Los hombres como tú siempre caen por su orgullo y soberbia.En ese momento, desde el camino que Rodrigo había recorrido apareció el viejo que le había advertido en el pueblo. Rodrigo, atónito, vio cómo el demonio se inclinaba ante él.—Mi señor —dijo el demonio con voz sumisa.El viejo miró a Rodrigo y habló con serenidad:—Te lo advertí, joven. Te di la oportunidad de alcanzar grandes tesoros si me hubieras hecho caso en la plaza. El verdadero poder no está en la fuerza, sino en la experiencia. El anciano se transformó en una figura aún más oscura aun, con alas que cubrían el cielo. Rodrigo comprendió que había estado hablando con el verdadero amo del bosque: el viejo Diablo había jugado con su soberbia desde el principio en la plaza del pueblo.Con una sonrisa cruel, el anciano-Diablo susurró: Muchacho recuerda que más sabe el diablo por viejo que por diablo y ahora tu ambición y soberbia serán mi tesoro Y el bosque se cerró sobre Rodrigo, convirtiéndolo en una sombra más entre los árboles.Y dicen los saben que aquellos que se aventuran a caminar por el bosque de las sombras todavía hoy escuchan el lamentar de un joven caballero que repite sin cesar. Más sabe el diablo por viejo que por diablo.  
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  • 715. Los eruditos
    Hacer click aquí para enviar sus comentarios a este cuento.Juan David Betancur [email protected] una vez en una ciudad en medio de la india un congreso sobre la menta El congreso sobre la mente era el evento más esperado del año. Filósofos, psicólogos y neurocientíficos de todas partes del mundo se habían citado en esa  ciudad legendaria, famosa por sus bibliotecas y jardines secretos. Uno de los trenes que iban a la ciudad del evento salia de el norte de la india y Desde temprano, la estación hervía de actividad: maletines repletos de libros, paraguas negros, murmullos eruditos que parecían conjurar ideas en el aire.El tren que los llevaría era un convoy clásico, con vagones verdes y detalles dorados, como salido de otra época. Los eruditos ocuparon un compartimiento exclusivo, con asientos de terciopelo rojo y lámparas de bronce que iluminaban sus rostros pensativos..  El silbato sonó, y el vapor se elevó como un presagio. Afuera, el paisaje otoñal se desplegaba en aquel pais: colinas cubiertas de hojas doradas, ríos serpenteantes y bosques que parecían guardar secretos.Apenas se acomodaron el grupo de eruditos  comenzaron a entablar una conversación erudita sobre temas eruditos y , comenzó la sinfonía de voces:—La atención es la llave que abre todas las puertas de la mente —dijo uno, ajustándose las gafas con solemnidad.—Sin atención, la conciencia se disuelve como humo —añadió otro, golpeando suavemente el brazo del asiento..—Hay que entrenarla, cultivarla, elevarla hasta lo sublime —sentenció un tercero, con tono casi religioso.Y así poco a poco iban discutiendo sobre como la atención era lo que separaba las mentes brillantes de las mentes simples.El tren avanzaba con su traqueteo hipnótico. Afuera, la luz del atardecer teñía el mundo de cobre y púrpura. Dentro, el debate se volvía cada vez más apasionado. Citaban filósofos antiguos, experimentos modernos, teorías sobre la percepción. La atmósfera era tan intensa que parecía que el compartimiento vibraba con las ideas.—Hay que estar tan atentos a todo lo que sucede a nuestro alrededor de manera que ni el vuelo de una mosca pase inadvertido —exclamó uno, levantando el dedo como si dictara una ley universal.Pero mientras ellos hablaban, la vía ocultaba un peligro: un tramo corroído por la humedad, invisible bajo la maleza. El maquinista, concentrado, no pudo evitar lo inevitable. Un chirrido metálico rasgó el aire. El convoy tembló, se inclinó, y en un segundo todo se convirtió en caos.El tren descarriló con violencia. Los vagones se sacudieron como juguetes, chocando unos contra otros. El compartimiento se llenó de gritos ahogados, maletines volando, cristales estallando. El vagón giró sobre sí mismo, y luego otro golpe, y otro, hasta precipitarse por un barranco profundo. El estruendo se mezclaba con el crujido del hierro retorcido. Finalmente, todo quedó en silencio, roto solo por el goteo de agua y el eco lejano del desastre.Dentro del compartimiento, los eruditos yacían amontonados, sus cuerpos entrelazados en una grotesca escultura humana. Algunos con los ojos abiertos, otros con la mirada perdida. Pero lo más insólito era que seguían hablando. Con voz débil, pero firme, continuaban:—Lo esencial es la atención... la atención plena... —murmuraba uno, con la frente ensangrentada.—Hay que elevar el umbral de atencion... no distraerse jamás... —susurraba otro, sin notar que su brazo colgaba inerte.Ignoraban el accidente. Ignoraban la muerte que los rodeaba. En su obsesión por la atención, no habían percibido lo más evidente: el fin de su propio viaje.El sol ya se había ocultado cuando el equipo de rescate llegó al barranco. La no
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  • 714. El ahogado mas hermoso del mundo (Gabriel Garcia Marquez)
    Hacer click aquí para enviar sus comentarios a este cuento.Juan David Betancur [email protected]
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    17:44

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Generated: 11/26/2025 - 8:36:08 PM